lunes, 5 de diciembre de 2011

MUCHO EN COMÚN 1

“Vamos, viejo… Dejáme, Diego, que te quite el bozal. Veo que la pasó durmiendo…". Don Eduardo hablaba a su amigo, agachado delante de él mientras le frotaba enérgicamente el lomo con las dos manos. Hasta pequeñas chispas saltaban en la semioscuridad. Él también se desentumeció estirando todos los músculos de la espalda, acomodándose la chaqueta de piel y la pequeña rosa del ojal. El viaje había sido un poco agitado.



Un erizo.

Muy poca gente viajaba ya con otras especies animales diferentes a la suya. Sólo estaban ellos dos en la pequeña sala del aeropuerto, el guardia de turno…¿y un erizo? Sí, lo era. Dentro de una pequeña jaula sobre una mesita auxiliar de esas plegables, tras el mostrador.


Diego comenzó a menear la cola, casi imperceptiblemente.

Los tres salieron de la sala velozmente en dirección al colectivo que salía hacia la ciudad cada diez minutos. Por lo que acababa de hacer bien podrían entrevistarle y salir en la prensa local como “El vecino de la semana”. Sin embargo, lo más probable sería que le cayera un buen paquete. En el mismo instante en que sus ojos pasaban revista a todos elementos que componían su microcosmos personal buscando esa sensación de control, una pequeña rosa roja rodaba por encima de la mesita auxiliar y se precipitaba al suelo en un silencio sedoso, culminando en un impacto aterciopelado.

“…¡Pero qué recontrapelotudo…!" Don Eduardo anudó la correa de Diego a uno de los bancos de la terminal y junto a él dejó las maletas y la jaula. Miró a izquierda y a derecha, en todas direcciones hasta que lo vio. Un geranio. “Algo es algo”, pensó.

Después de dos horas de viaje hacia El Calafate por la Ruta 3, de la umbela de flores rojas apenas sí quedaban los peciolos. El erizo las devoraba mientras Don Eduardo dormía, abrazado a la jaula, con Diego enroscado a sus pies.

Se dirigían a El Calafate donde mañana recogerían a un grupo de cuatro españoles y a otro de tres venezolanos. Era su primer grupo de la temporada y su misión, manejar el jeep que llevaría, a los diez, durante más de tres días a través del Parque Nacional Tierra del Fuego; eso y darles buena conversación, cuidar de ellos y ayudarles en el proceso. Porque todos ellos llegarían ansiosos, llenos de expectativas -lo había visto antes-, pero a la vez ignorantes del gran trabajo personal que quedaba por delante: el supremo esfuerzo de encajar en su mirada inteligente un desastre natural, tan bello y tan triste a la vez.

Por fin un aire bullicioso anunció la llegada a la terminal de autobuses de El Calafate.
Una amapola roja en un pequeño prado junto al edificio de la Estación es todo lo que pudo encontrar. “¡La madre que te parió!”, espetó. Diego, la jaula y las maletas volvieron a esperar.

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